lunes, junio 26, 2006
Una sola idea y lo anterior nunca existió

Escuché el andar de muchas letras pasando por mi lado más borroso. Se miraron entre ellas y luego me dijeron cosas al oído. Se unieron para formar palabras que terminaban con excusas. En vano intenté entenderlas, estaban muy lejos y sus gritos apagados no llegaron hasta mí, entonces seguí caminando. Mis pies se movían con gran velocidad hacia algún lugar que todavía no se había construido. Levanté la vista y entre muchos dibujos de amargos colores, estaban tiradas en el piso frases en blanco y negro que con dificultad respiraban la inspiración de animales hambrientos. No me acerqué para saludarlas porque la cena estaba servida, me esperaba al costado del camino junto con mis compañeros de mesa. Debo decir que me sentí intimidado al compartir tan rica comida con tan descarados recuerdos; todos estaban mirándome y hasta me hacían gestos cada vez que levantaba mi cuchara para comer. La cenicienta de los días grises puso a mi alcance una servilleta con la cual me vendé los ojos y así pude terminar la cena, que ya estaba transformándose en almuerzo para mis compañeros.
Me liberé de la tristeza que me tenía atrapado en la silla y salí corriendo hacia el infinito que, tímidamente, asomaba sus pestañas sobre el horizonte. A medida que me iba acercando sentía el olor de las aguas pestilentes que bañan los acantilados del infierno. Estos olores hablaban el idioma de las almas desencontradas, esas que no pueden sentir las distancias estando cerca del consuelo, y como ese no es mi idioma no pude establecer un diálogo con ellos. Y seguí. Sin detenerme crucé un puente con los ojos cerrados porque los astronautas que recorrían el cielo se habían teñido el pelo de color azul y su cabellera reflejada en los charcos de sangre que había en el piso provocaba un efecto somnífero en mi presencia; pero nadie quería dormir.
Llevaba bastante tiempo caminando y mis alas se habían abierto de manera tal que en cuanto dejaba de caminar el viento me empujaba. Las 97 hormigas, que cumplían la función de gritarme -para que no me olvide de arrastrar ese pesado delirio que llevaba atado a mis manos y que me hacía sangrar- se habían puesto unos anteojos invisibles para poder leer los carteles al costado del camino; pero no se dieron cuenta que los carteles también eran invisibles (ya todos sabemos que los anteojos invisibles no sirven para ver objetos invisibles). Entonces al no ver esos carteles se desviaron y me dejaron solo en mi empresa. Por algunos minutos caminé sin darme cuenta que me encontraba sin mis hormigas y, para ser sincero, me sentí libre. Cuando por fin me di cuenta que me faltaban comencé a impacientarme; las llamé una por una por sus nombres, pero mi voz no superaba a la velocidad del tiempo ni a los cantos de la oscura eternidad que no pueden ser superados por cualquier voz.
Ahora el vacío de compañías era la sombra de mi viaje y las cartas que tiraba un oráculo sentado en un árbol no me garantizaban un final para todo esto. La muerte tocaba el piano de pie y el piso comenzaba a moverse; tuve que acostarme para no caer; fue allí que sucedió lo que no tenía que suceder: deseé.
Deseé que la música se terminara y la muerte vino corriendo hacia mí con un papel en la mano. Me obligó a cambiar mis oídos por más música. Acepté. Todo era nuevamente, un gran silencio. En medio de esa oscuridad de sonidos vi el final. ¡Allí estaba! ¡Lo podía ver! ¡Divina inmensidad de alegrías! el final estaba allí. Cerniéndose sobre un columpio tenía algo en la mano que al acercarme me regaló: Una Cinta de Moebius.
 
Creado por marianitooo a las 6:31 p. m. | Permalink |


1 Comments:
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  • At 8:58 p. m., Anonymous Anónimo

    holi!!! me enkanta tu blog y lo ke eskribis en el... no conocia eselado tan prfundo tuyo y la verdad ke sorprende y esta muy bueno y bonito...prometi ser coherente asi ke no puedo decir mas ke eso!!!

    muchos besotes ara ti